Los hitos de la transformación tecnológica
La agricultura argentina lidera un impactante cambio tecnológico. La necesidad de producir alimentos –y ahora también bioenergía— de manera más eficiente llevó a introducir nuevos procesos, equipos y productos, que han derivado en un aumento sustancial de la producción. Ese es el primer corolario.
Sin embargo, considerar este incremento de las cosechas como el principal atributo del cambio tecnológico de esta Segunda Revolución de las Pampas, sería una imperdonable minimización de un hecho histórico. El mundo mira, sorprendido, que en estas pampas ha nacido una nueva agricultura. El común denominador es la búsqueda de eficiencia, productividad, menor consumo de energía y preservación de los recursos.
Algo de esto lo plantea nuestro director, Carlos Puiggari, en la editorial que encabeza esta News. En las líneas siguientes, intentaré aportar un conjunto de hitos que jalonan este cambio histórico.
La agricultura nació con el arado, en el Neolítico, hace diez mil años. Nunca dejamos de usarlo. Rómulo fundó Roma y trazó su perímetro con un arado, hace 2.500 años. Hace menos de dos siglos, el herrero y artesano John Deere acompañaba a los pioneros de Nueva Inglaterra en su periplo hacia el oeste, para proveerlos de su invento, el arado con vertedera pulida. Un salto tecnológico que permitiría cultivar las fértiles pero pesadas tierras vírgenes del Mid West para convertirlo en el archifamoso Corn Belt norteamericano.
Todo tiene que ver con todo. Eduardo Olivera, en 1857, visitaba el Royal Show de Birmingham (Gran Bretaña). Era una exposición dinámica, en la que le llamó la atención una demostración de un “arado de vapor”. La describía de manera sencilla: era una locomotora que arrastraba al arado, sustituyendo a los bueyes o caballos. Olivera estaba asistiendo al nacimiento del tractor. Cuando volvió a la Argentina, ya recibido de ingeniero agrónomo en Griñón (Francia), fundaría la Sociedad Rural Argentina. El tractor, el arado, los gringos, eran el progreso. La Argentina se hizo país gracias al desarrollo ganadero, que requería de la alfalfa. Y para la alfalfa hacían falta los chacareros y los fierros. Como co-producto, fuimos granero del mundo.
Pero el mundo se fue poniendo difícil. La única forma de competir era a fuerza de innovación. No podíamos adoptar las mismas prácticas que el mundo desarrollado. Había que huir hacia adelante.
Aquí ya se habían inventado muchas cosas. Desde los maiceros de Mainero y Melchiod, hasta las trilladoras automotrices de Rotania, reivindicadas recientemente por el mismísimo Helmuth Claas, quien financió la reconstrucción y conversión en monumento de una de ellas. Hermosos antecedentes de lo que ya llegaría.
El cambio más drástico ocurrió con la llegada de la siembra directa. Tras algunos escarceos en los años 80, la eclosión del nuevo paradigma se dará en los 90. El gran hacedor fue Victor Trucco, que le juntó la cabeza a todos los que estaban en esto y, desde AAPRESID (la Asociación Argentina de Siembra Directa) dio un impulso definitivo a esta tecnología. En estas pampas se firmaba el acta de defunción del arado, tras diez mil años de beneficio a la humanidad, pero también causa de uno de los males mayores: la degradación de los suelos.
No fue un invento argentino. Pero fue aquí donde más se progresó. En pocos años, desfilaron por la imaginación y el empuje de productores y fabricantes, cientos de ideas que se plasmaron en nuevas realizaciones. Todos los talleres que fabricaban implementos de labranza, se reconvirtieron a fábricas de sembradoras para siembra directa. Hoy, las líderes están exportando a muchos países que siguen el modelo argentino: Sudáfrica, Europa del Este, toda Sudamérica y en algunos casos, hasta la vieja Europa cuya agricultura protegida y subsidiada se resiste al cambio.
La biotecnología apuntaló este cambio, con el advenimiento de variedades provistas de genes de tolerancia al glifosato. Se facilitó tremendamente la siembra directa y, con ello, se pudo avanzar muy rápido sobre la frontera agrícola. Millones de hectáreas invadidas por malezas perennes, hasta entonces sólo podían utilizarse para una ganadería extensiva de baja productividad. El siembra directa y biotecnología, se ganaron para la agricultura 10 millones de hectáreas, con beneficios que han difundido por todo el interior, llevando actividad y progreso a miles de compatriotas. Y generando las divisas que hicieron de la Argentina, una vez más, un país viable. Estos saltos productivos no hubieran sido posibles si no hubiera existido una forma inteligente, y competitiva, de almacenar la producción. Allí llegó el aporte del silobolsa, otro hito fundamental en esta revolución tecnológica. En 1990, la producción agrícola era de 30 millones de toneladas, y se advertía ya el problema de la falta de almacenaje en los picos de cosecha. Todos recordamos los montones de trigo, maíz o girasol a la intemperie, en aquellos “montones” que eran una muestra obscena de nuestros problemas de logística. Estos problemas han desaparecido para siempre. Y ahora la Argentina marca el rumbo global, frente a la exigencia ética de reducir el desperdicio de alimentos. Países como la India están incorporando rápidamente esta solución nacida de nuestras necesidades. Sistemas de almacenaje flexibles y económicos, que reducen de manera sustancial la inversión que antes requería la construcción de silos y elevadores. Los ingenieros que diseñan fábricas, malterías o puertos, están considerando al silobolsa como un componente básico de su layout. Hay más hitos para enumerar. La intensificación agrícola presionó a la ganadería, y la ayudó a ingresar en la era de la intensificación. Llegó el silo de maíz, una técnica que utilizaba todo el mundo pero que en nuestro país se percibía como muy costosa. A poco andar, los tamberos, y luego los productores de carne, advirtieron sus beneficios. Hoy esta práctica se ha generalizado. Esto permitió mantener el stock vacuno a pesar de la enorme cesión de tierras a la nueva agricultura. El silo de maíz fue también puerta de entrada a otros forrajes conservados.
En este desarrollo, también tuvo mucho que ver el silobolsa, o simplemente el film de polietileno en las mantas de cobertura, fundamentales para lograr y conservar forraje de calidad. Máquinas, biotecnología, industria plástica. El más reciente desarrollo es la irrupción de la fibra de carbono. Otro jalón colocado por el ingenio criollo: una familia de fabricantes de elementos para barcos de competición, vio la veta de dedicarse al agro. A nadie en el mundo se le hubiera ocurrido utilizar materiales más livianos en la maquinaria agrícola.
La preocupación por la eficiencia, el buen trato de los suelos, la reducción del consumo, son típicas de nuestra agricultura. Así, nacieron los botalones de fibra de carbono. Ahora, la mayor fabricante de maquinaria del mundo, la mismísima John Deere de aquel pionero del oeste, ha firmado un contrato de abastecimiento con una flamante pyme argentina.
Ahora, cuando afrontamos un fin de ciclo, con todas las incertidumbres y preocupaciones que conlleva, conviene echar una mirada a todos estos hechos. Nos reivindicará con nosotros mismos. Nos permitirá situarnos en una plataforma distinta.
Y, desde allí, decirle a todo el mundo: “nosotros podemos hacerlo”.
por Héctor A. Huergo, especial para Ipesa